domingo

SENTIMIENTO DEL TIEMPO (CAPITULO I)



LAWRENCE

La melancolía corroía sus venas. Era otoño, sus lagrimas resbalaban por sus mejillas cual hoja de árbol caducifolio, así sentía su vida. Era hora de enfrentarse a sus demonios.
Rememoró sus años de juventud, aquellos en los que su vitalidad hacía que su sangre hirviera.
Lawrence nunca fue un hombre bello, pero eso no le impidió que a lo largo de su vida hubiesen pasado por su lecho cientos de mujeres, a las que llamaba para sus adentros, peregrinas. Poseía innatos encantos alejados de su físico, poseía un encanto que le distinguía de otros hombres, las mujeres se rendían a sus pies, mujeres de toda condición.
Lawrence gozaba una gran exquisitez literaria y sabía inteligentemente usarla como parte de su cortejo. Utilizaba un lenguaje barroco, misterioso, que hacía a las mujeres imbuirse por contagio en sus letras. Éstas dotes le convirtieron en un gran conquistador. Disfrazaba sus intenciones con grandes ornamentaciones literarias, era capaz de sumir a las mujeres a través de sus letras mágicas, floridas, en un vertiginoso torbellino de emociones, para así lograr poco a poco que se convirtieran en presas. Así, utilizaba su arma de hombre para pretender a toda mujer que consideraba débil en algún aspecto de su vida. Escogía pormenorizadamente a sus victimas aprovechando situaciones personales caóticas. Era un depredador, un destructor de personalidades y acaparador de libertades. No le importaba en absoluto lo que la mujer de turno sintiera. Sus pretensiones iban más allá, siempre enfocadas a la consecución de un fin: desahogarse sexualmente con ellas.
Ese camino errático, le llevaría años más tarde al dolor y sufrimiento.

miércoles

EL RENACIMIENTO DE VENUS



Otrora quedó,
Venus desdeñada.
Para volver a renacer
de espumas blancas:



¡Quedarme aquí quiero!

¡Manecillas deteneos!

Descansar quiero

aquí,

ante el minutero imperecedero.



Quedar en este instante eterno,

Arrullada por Céfiro

y su amada Aura

soplándome hacia riberas inmaculadas.



¡Quedarme aquí quiero!

desnuda,

erguida en mi concha,

bajo lluvias de pétalos de rosa.



Horas,

no me cubráis con el manto

¡deteneos!

que quedarme aquí quiero

aquí,

ante el minutero imperecedero.

lunes

MIGUEL Y LA SOMBRA (CAPITULO IV Y FINAL)


Comenzó a arquear su cuerpo como intuyó que lo hacía el de la mujer. Buscó el mismo ritmo. Ahora le parecíá que ella echaba levemente su cabeza hacia atrás, como si iniciara el ancestral rito del sexo autocomplaciente. Miguel comenzó a acelerar la cadencia de su masturbación. Tenía el miembro realmente duro. Lo empuñó con firmeza. Sabía que ya no podría parar hasta expulsar fuera de sí todo aquel deseo reprimido que la silueta en aquella ventana había conseguido desatar dentro de él. Veía a la mujer y la presentía untosa y brillante, lubricada para que él pudiera liberar su deseo dentro de su cuerpo. Entonces ella dejó de moverse. Se dio la vuelta y cogió algo de la cama. Era un provocativo tanguita de raso gris. Se agachó mostrando a Miguel sus perfectas nalgas, se lo acopló perfectamente entre sus macizos muslos y apagó la luz. Miguel estaba ya totalmente fuera de sí. Su mano estimulaba el pene con cereteras maniobras sobre el hinchado glande. No quiso lamentar el fin del espectáculo, sinó acabar de manera salvaje la masturbación que había comenzado y comenzó a repasar la sucesión de imágenes que aquella noche le había regalado. Trataba de alargar el frenesí que le invadía. Trabajaba su miembro con rítmicos movimientos desde la base. Arriba y abajo, arriba y abajo como si hollara un imaginario vientre de mujer. Se sabía sudoroso, primario, siervo del éxtasis final. Cuando adivinó que iba a dejarse ir definitivamente vio como la vecina subía la persiana dejando percibir su figura entre la penumbra. Dibujó entonces en su mente una lengua para lamer aquellos pechos pequeños y respingones. Entreabrió su boca como queriendo mordisquearlos. Resopló. Le faltaba el aire. Cabeceaba sin control. En su interior oyó los susurros de Laura cuando intuía que Miguel iba a eyacular. "Ya, mimoso, ya". El instinto animal que le poseía entonces le empujaba hacia el conocido y deseado desenlace. Pensó en la dureza de aquellos pezones, ahítos de deseo. "Ya, mimoso, ya". Sintió la incandescencia de su miembro. Imaginó su pene deslizándose por el cuerpo aceitoso de la mujer, resbalando en una loca carrera por penetrarla. "Mimoso". Se espoleó con el afeitado sexo, presto a recibir sus imposibles embates y entonces se corrió sacudiendo violentamente la cintura, resoplando y emitiendo un sordo gruñido de placer. "Ya, ya, ya". El esperma golpeó el cristal y parte de la lechosa y cálida lluvia se perdió en la oscuridad de la noche. La vecina levantó la vista, desnuda, bella, hermosa y Miguel reculó para no ser visto intentando controlar los convulsos movimientos de su orgasmo. Se dejó caer al suelo, sudoroso, jadeante. Comenzó a invadirle una ligera sensación de vacío, el mismo vacío que sentía cada vez que le inundaba desde que Laura le abandonó, pero detuvo esa vorágine depresiva pensando que había sido la mejor paja de su vida. Poco a poco sus pulsaciones fueron recuperando la normalidad. Luego envió un beso imaginario a su imposible partenaire nocturna y cerró los ojos. Agotado y sin el anclaje de un cuerpo cercano en el que guarecerse de la soledad, el sueño se fue apoderando de su mente.