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SENTIMIENTO DEL TIEMPO (CAPITULO IV)


AEDEA

El día que se conocieron Aedea y Lawrence llovia, el sol estaba oculto, día postrimero de otoño. Jueves. Hacía frío, tenía helada el alma. Su vida transcurría por esos momentos de letargo provocados por una sexualidad aburrida. Él hizo renacer sus pasiones dormidas.
Aedea estaba deseando que sus hijos se fueran al colegio, tenía unas ganas inmensas de quedarse a solas, en su casa. La resaca hacía  que su cabeza no pensara bien, precisamente porque no se podía solucionar con ningún tipo de analgésico, su resaca no estaba provocada por la ingesta de alguna bebida alcohólica, su resaca era de amor, ese amor había sido su peor borrachera. Recuerdos mortales de una equivocación. Una pasión insensata que agitó los pilares de su matrimonio y que a punto estuvieron de derrumbarse.
Imágenes fragmentarias de su primer encuentro con Lawrence, la trasladaban hacía atrás, con los ojos cerrados ahogaba la sonrisa, recuerdos de un olor, un olor que le abrumó. Su vara mágica, la hechizó, hizo que vibrara, hizo despertar el fulgor de su piel dormida. Recordó que era sensual y atrevida. El marido de Aedea llevaba años sin prestarle la atención que merecía, parecía inmune a sus sutiles invitaciones, cuando por su casa se paseaba con sus más atrevidas prendas. Se miraba en el espejo y se decía asi misma: “Soy una mujer, tengo treinta y siete años, soy sensual, atrevida, erótica”,
Aedea poseía la belleza de un ser puro, era cálida, ingénua, su voz era dulce, templada; cuando el sol iluminaba sus cabellos brillaban como espigas de trigo. Poseía una mezcla insólita de lascivia y pureza que utilizó en el pasado como arma infalible para cautivar a los hombres, le frustaba enormemente su situación marital, cuando su marido cayó por sus encantos rendido a sus pies hacía ya años. Adoraba los perfumes, le gustaba embriagarse del olor que desprendía un hombre con un buen perfume. Podría llegar a recordarlos toda su vida, se deleitaba con esa sensación de pasar por el lado de alguno y aspirar profundamente para dejarlo en sus sentidos, acostumbraba por las mañanas cuando dormía en casa de alguno de sus amantes, a rociar sus muñecas con el olor de la noche que había quedado impregnado en todo su cuerpo y ese día en su casa renunciaba a la ducha para recordar la pasión de horas atrás, las imágenes eróticas se formaban de nuevo.
Lawrence conoció a Aedea en el Teatro Colón de Buenos Aires una noche que ella actuaba. Era bailarina de una de las compañías de ballet más famosas de Europa y se encontraba de gira. Quedó poderosamente fascinado y excitado por sus movimientos suaves, delicados y armoniosos. Cuando finalizó la función, no dudó en salir presuroso hacía la floristería que se encontraba justo enfrente al teatro y compró un ramo de rosas. Se metió entre bastidores y entró en su camerino, Aedea estaba totalmente rodeada de flores y él habitáculo desprendía aromas que embriagaban, lucía una bata de raso roja a medio cerrar, emergían unos senos abundantes y turgentes. Se asustó y se le erizó la piel, sus pezones al contraerse se endurecieron e hizo el gesto de cerrar apresuradamente su vestimenta. Se ruborizó y le preguntó qué hacía allí.
Comenzó con sus letras engalanadas para encandilarla, dió comienzo su ritual de seducción,  le hicieron sentirse deseada, eso la llevo vertiginosamente a sus brazos, era un peligroso juego, pero era lo que necesitaba escuchar, sentir.
Allí mismo, entre las cuatro paredes perfumadas, se bebió su boca, enterró sus besos en los cabellos de oro bruñido, descendió lentamente hacía sus senos, hizo que su cuerpo temblara, que se estremeciera, habían pasado tantos años eran tantas sensaciones olvidadas. El placer era inmenso cuando sintió el contacto de su piel tibia, su sexo se abrió como una rosa, rosada, tierna, delicadamente rociada. Temblorosa, se abrió y lo invitó a entrar en él. Le flaqueaban las piernas y torbellinos de sensaciones la inundaron. Su cuerpo lo acariciaba como el mar a la orilla una noche tranquila, suavemente,  lentamente, sosegadamente. Las convulsiones la sacudieron llegando a un orgasmo salvaje. Se despertó su deseo, se despertó su lascivia, la más extraña de las lascivias.
Aedea y Lawrence reiteraron sus encuentros. Una mañana, después de una noche apasionada, Lawrence antes de irse, buscó de nuevo su boca, repitió sus caricias y la poseyó otra vez. La besó, se vistió y se fue para siempre. Comenzó de nuevo su danza de flor en flor.




4 comentarios:

  1. Aedea, nectar de frenesí…

    Debería de regalarle flores, pero en su lugar le dejo una canción.

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  2. Seguro que a Aedea le encantará esa canción, Beau.

    Hermosa historia, Rosa, hermosa y apasionada, aunque con un triste final...

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  3. Vaya con el "abejonejo", no va a quedar after bite suficiente en las farmacias ...

    Aedea... Un nombre precioso y le va estupendamente a la protagonista. ( no he podido resistir la curiosidad y he tenido que ir a visitar al sr google y leer sobre la musa Aedea).
    Las despedidas son siempre algo tristes, pero algunas veces necesarias

    Por cierto, bonita canción Beau.

    Besos de buenas noches

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  4. Lady Nélida, Lady Soledad, si les gustó a uds seguró que no le disgustará a Aedea.

    Gracias.

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